viernes, 8 de octubre de 2010

Homenaje al Cholo Nieto en el Centenario de su nacimiento

Por: Federico García

Siempre he sostenido que un poeta pertenece a la estación más alta de la condición humana. Él es capaz de observar el pasado con ojos de iluminado, sentir la fuerza raigal que nutre las generaciones. El otea el porvenir e intuye las rutas por donde caminarán los pueblos para cumplir sus grandes ciclos. En tal sentido, un poeta es un augur y también un vidente. Es el representante cabal de un pueblo y expresa su tiempo y su generación con mayor plenitud que un gobernante. Un político es transitorio, naturalmente con excepciones, un poeta, si es verdaderamente un poeta, alcanza la eternidad en la memoria colectiva de las naciones. Si no fuera por Homero, poco sabríamos de la historia primitiva de Grecia, es decir, de la cuna misma de Occidente. Sin los «harawis» que han sobrevivido a la catástrofe y que la gente repite en la intimidad de sus recuerdos, tendríamos poca o ninguna percepción de la textura real e inmaterial de nuestro pueblo. Los poetas son, pues, necesarios para que la humanidad permanezca, para que la diferencia que nos hace distintos, perteneciendo todos a la especie humana, sea perceptible y haga que unos y otros tengamos una memoria diferenciada. Los poetas son rostro y memoria de la gente. 

El «Cholo» Luis Nieto Miranda perteneció a la mayor escala de la condición humana. Era un poeta nato, un poeta más allá de los poemas y los libros. Su presencia llenaba con mucho el panorama cabal de su ciudad. Él era el alter ego del «Qosqo». No se podía concebir la ciudad abuela de América sin aquel rostro tallado en piedra viva, aquella melena flameante, aquel andar cansino como de viento cordillerano que transitaba por las calles de la ciudad. Gran parte del Siglo XX —su siglo— fue llenado por este hombre que encarnó, como pocos, la grandeza y la eternidad de su tierra. Y no creáis que estas palabras sean retórica vacua dictada por el afecto. ¡No! Cualquiera que lo haya conocido, quien haya disfrutado de su charla erudita, de su bonhomía, del cálido solaz de su biblioteca, del café caliente o el caldo de cabeza, servido por Bertha en la intimidad de su hogar, dará fe de lo que afirmo. Ir al «Qosqo» sin ver al «Cholo» Nieto, era como visitar sus monumentos, ir a Qénqo o Saqsaywaman, sin palpar el alma de las piedras. Fue el indispensable anfitrión de hombres notables como Pablo Neruda, José María Arguedas, o el negro Nicolás Guillén, sólo entre los que traté al cuidado de su amistad, o gentes sencillas y anónimas que deseaban aproximarse a su leyenda. 

Nieto nació en Sicuani, en 1910. Tendría, de no haber ocurrido el desgraciado suceso que le arrancó la vida, 90 y tantos años de un glorioso transcurso. Todavía estaría compartiendo con sus «Cholos del alba» como solía decirnos, un vaso fraterno de cerveza en «La noche» de Barranco, o en la calidez de su refugio limeño. Era grato adentrarse en el laberinto de sus recuerdos, en la evocación de sucesos notables, guiados por su mano generosa y su verbo cautivante. Era un conversador nato, aunque los sucesos que narraba y que parecía materializar con la magia de su gesto, o el tono de su voz, muchas veces fueran más producto de su imaginación desbocada, que retratos fieles de la realidad. Recuerdo, por ejemplo, una noche de tragos largos y espadas cortas que pasamos en la hoy famosa «Catacumba» del «Ciego» Alfonso Guevara, en la ciudad del Cusco. Alucinados por la evocación del «Cholo» a quien escuchábamos con religioso silencio, casi nos tragamos el cuento de que la «Monja alférez» estaba enterrada allí mismo, de pie, como José Santos Chocano en un metro de tierra del cementerio Presbítero Maestro. Tardamos en darnos cuenta de que aquel personaje y aquella circunstancia no eran otra cosa que otro desborde de su imaginación. 

Cuando lo conocí, el «Cholo» Nieto vivía en la calle Nueva Alta 500, casona de propiedad de los Rosas, antigua familia que había convertido el extenso solar en una suerte de amable condominio. Era un conjunto de casitas de una planta, amplias habitaciones, patio empedrado y añosos árboles de «kishwar» en el terraplén posterior, donde los muchachos nos divertíamos buscando «tejas» e idolillos de barro que denunciaban su abolengo incásico. Compartía el complejo habitacional, precursor de los muchos que se hicieron después, con los Arce, los Paliza, y los propios herederos del fundador en el patio principal. 

El «Cholo» era por entonces Director del Departamento de Proyección Social de la Universidad San Antonio de Abad, y yo apenas un adolescente que trataba de componer sonetos y versos clásicos sin tener todavía el oído afinado para sentir la cadencia del metro y la pulsión de la rima. Habíamos formado, con otros jóvenes igualmente incinerados por el fuego de la poesía, el Ateneo literario «Carlos Augusto Salaverry» y nos reuníamos en el salón del hoy notable historiador cusqueño José Tamayo Herrera. Allí, con sendos tragos de mandarina que destilaba el dueño de casa en su fundo Tarabamba, los fines de semana dábamos lectura a nuestros versos y composiciones, con el declarado propósito de «pasar a la inmortalidad a bajo costo», como solía decirnos —entre broma y veras— el «Cholo» Nieto, eterno juez de nuestros acertijos. 

Muchas vocaciones cuajaron a su sombra; los más no soportaron el obligado ejercicio de conocer la técnica para luego marchar por cuenta propia en el fácil derrotero del verso libre. El maestro no se cansaba de repetir que para ser poeta de verdad, no un simple componedor de versos, era preciso conocer la técnica, frecuentar el tropo y la metáfora, leer a los clásicos. «Si no eres capaz de componer un soneto —nos decía— es mejor que te dediques a otra cosa. Primero aprende la técnica, afina tu oído a la música de las palabras, procura contar las sílabas de memoria, antes que te pongas a escribir poesía de verdad. Hay que dominar el oficio, el arte de versificar, condición imprescindible para entender el oculto significado de la poesía». Muchos pensaban que eso de las reglas y el oficio era más bien un obstáculo para aherrojar la expresión, una suerte de camisa de fuerza. Bueno, pues, aquellos poetas en ciernes que criticaban esa manera de aproximarse a la poesía, hoy son notables juristas, buenos historiadores, y hasta presidentes de la República, pero han extraviado el camino de la gaya ciencia. 

El «Cholo» Nieto ya era un hombre célebre cuando lo conocí. Diré más bien «lo traté» porque ya lo conocía en persona, pues frecuentábamos la casa de su vecino, el también inolvidable patriarca de familia: mi tío Justo Paliza Luna. Con mis primos lo mirábamos de lejos, sin atrevernos a importunar su andar pausado, cuando salía de su casa con su atado de libros bajo el brazo, camino de la Universidad. Sabíamos que era un «poeta», es decir, un hombre singular, autor de las letras del «Himno al Cusco» que solíamos cantar a toda voz en las paradas del colegio. Su fama de «wirataka» como se moteja a los comunistas en el Cusco , había traspasado la imaginación de quienes suponían a los cofrades de tan extraño culto, poco menos que discípulos de Satanás. Luego se mudó a su casa de Mariscal Gamarra y yo comencé a frecuentarlo cuando ingresé a la Universidad. Nos hicimos amigos rápidamente, tal vez porque intuyó que mi afición a la poesía no era gripe pasajera sino infección generalizada. Se daba el trabajo de leer mis primeras composiciones y sugerir cambios donde cojeaba el pie forzado o se tropezaba la rima. «Falta algo —me decía— esa no es la palabra, sigue buscando, tranquilízate. Haz de cuenta que vas de cacería y no encuentras el pato en la laguna, pero alista el arma, la presa aparecerá de un momento a otro, sin que la sientas, entonces afirma el pulso y dispara. En realidad un poeta no es más que un cazador de palabras» Producto de aquellas lecciones fue mi primer libro: «Lágrima blanca» que él tuvo la generosidad de patrocinar y que al salir de la imprenta festejamos, como si aquel olvidado y escurridizo poemario hubiera sido el acta bautismal de un verdadero poeta. 

Cuando mataron al «Cholo» yo estaba en La Habana y no me enteré del horrendo crimen sino tres meses después por casualidad. Una amiga común que había llegado del Perú me dio la noticia. Sentí realmente que había perdido un amigo, casi un padre. No pude contener el sentimiento de frustración, de cólera, que la noticia me produjo. Ambos evocamos los días luminosos de nuestra juventud, cuando el «Cholo» conmovía la ciudad con sus arengas, pues era un orador formidable, llamando a las masas a combatir, a incendiar las praderas y convertir los Andes en la Sierra Maestra de América. Repetí con la voz quebrada uno de sus poemas premonitorios que me gustaba especialmente. Aquel «Orden del día para cuando me muera» que me había encargado recitar al pie de su féretro. Yo estaba ausente cuando aquello sucedió, por mano infame que no ha sido engrilletada hasta hoy, y no pude cumplir el encargo. Repetí, pues, aquellas estrofas de memoria, con el llanto atascado en mi garganta, imaginando el vendaval de cóndores que —según él— suelen escoltar el cadáver de los poetas:

«El día que yo muera

nada de llantos, gritos ni lamentos:

un fusil centinela;

las mujeres que me amaron

hagan guardia de guerra,

que un huracán de cóndores guerreros

escolten mis canciones y banderas.

Cuando un poeta muere, amigos,

nada de llantos, nada:

Puños en alto sobre las cabezas» 

Muchos, sobre todo los críticos eruditos que no conciben literatura más allá de los títulos que producen las grandes editoriales, aquellas que alimentan con sus dólares las secciones culturales de sus periódicos, han mezquinado a Nieto su calidad de poeta. Reprochan su «verbosidad» entre comillas, su falta de sindéresis, su retórica y su manera de utilizar el idioma con giros barrocos y hasta churriguerescos. Otros sancionan la eufonía del «Romancero cholo» como una suerte de aproximación desmañada a García Lorca. En el fondo no critican al poeta sino al hombre. A ese gigante a cuya sombra medraron tantas medianías. No le perdonan la materia humana de su poesía, aquella que cantó a Mariátegui, pero también a la mujer amada, a la chola de polleras encendidas cuyos muslos se escapaban de sus manos como peces en el agua. Un poeta no es sólo un componedor de versos, es una actitud, un desafío permanente, una solitaria columna de rocío, como dijo alguna vez en acertada metáfora. ¿Qué plumífero engalanado por la crítica puede alcanzar las alturas a las que llegó este poeta singular, dando ejemplo de consecuencia y viviendo siempre al borde de la quimera, como un pastor solitario en los apriscos cordilleranos?. ¿Cómo negar validez a poemas tan notables como éste que repiten los jóvenes de mi tierra al oído tierno de sus primeras oyentes?:

Amor como mis sueños, mujer, ternura mía 

yo te llevo en la luz torrencial de mis versos 

te siento en el remoto corazón de mis dichas 

y en esta mi cosecha de trigo y de luceros. 

Amo tu condición de paloma y guitarra 

tu estatura de lirio, de sol y de bandera 

mi corazón comprende tu presencia de lágrima

y tu desdén antiguo de lámpara viajera. 

Con el poeta Nieto compartimos muchos años de combate y poesía. Amigos comunes como el inolvidable maestro Rafael Aguilar, el entrañable Guillermo Ugarte Chamorro , obligado anfitrión de sus continuas visitas a Lima, fueron testigos de su permanente vigilia en busca de un libro extraviado, de un artículo escrito por alguien y que le pareció especialmente notable. En la biblioteca del Teatro Universitario de San Marcos que Guillermo levantó libro a libro, como si fueran los ladrillos de un gran edificio, hoy destruido, el poeta Nieto pasaba horas de horas, lupa en mano, siguiendo algún leve rastro con pasión de iluminado. Le obsesionaban en particular las páginas perdidas de Narciso Aréstegui que él suponía extraviadas en aquella ruma de libros que «Guillermito» tenía catalogados sabe Dios por qué desconocido bibliotecario. Siempre pensé que ese afán de investigar viejos infolios no era más que un pretexto para hablar de personajes y gozar de la facundia y los excesos verbales del poeta sicuaneño. 

Pocos valoran también la contribución del «Cholo» Nieto a la difusión y conocimiento de los autores cusqueños. Con su propio peculio se dio a la tarea de promover dos memorables festivales del libro , a la manera que Manuel Scorza lo hizo en Lima. Así salieron del rincón erudito y llegaron al lector común y corriente, títulos de la mejor poesía y novelística del Cusco. Los viejos y los nuevos, aquellos que hubieran extraviado sus voces para siempre, de no ser por el empeño de este hombre singular que vivía a la caza de pasos perdidos de la literatura. Grandes poetas como Alberto Delgado, Raúl Brozovich, Gustavo Pérez Ocampo, el propio Rafael Aguilar, y los de mi generación, hallamos cobijo en sus generosas páginas. 

Concluyo esta evocación, feble y adecuada sólo para un acto de homenaje, con los versos del poeta Hernán Velarde, recientemente desaparecido que, en un arranque de inspiración y afecto, escribió este memorable dístico:

Quisiera que te mueras, Cholo Nieto,

para saber al fin, cómo se llora de veras. 
Del Libro “Canción de los muertos” de Federico García.

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